
«Dime Gordo»: así solía reprender al sacerdote jesuita Jorge Eduardo Serrano a quien comenzaron a tratarlo y, fieles al ser, lo llamaron ‘padre’. Desde el primer momento, le invitó a la relación fuera de usted, independientemente de la contraparte, era un niño, pobre o rico, creyente o ateo militante. Después de apoyar una enfermedad dura que en ningún momento dejó su huella en su espíritu, murió el 13 de julio de 2025 en Bogotá, a los 73 años. Hasta el último, irradió vitalidad y esperanza.
Dejó amigos en todo el país y en todo el planeta. Pero quizás fue en Cúcuta, donde la noticia de su partida causó el mayor impacto. Fue que fue en esta ciudad donde, poco después de ser ordenado, su vida sacerdotal comenzó en 1982 en la parroquia de San Pío X del popular vecindario de Atalaya. Para ese año, la ciudad resultó herida por una crisis económica: la devaluación del Bolívar había dejado el desempleo, la desolación y el hambre en los tiempos en que los subsidios y los programas de asistencia estatales para luchar contra el hambre y la pobreza extrema eran, cuando no eran precariosas, no existentes. La migración también fue masa, pero en la dirección opuesta a lo que presenciamos hoy. En este vecindario, un laberinto de calles polvorientas y casas de bloques sin bloque, la vida se volvió más cuesta arriba. Llegó el joven jesuita, el gran cuerpo, la barba poblada y, muchos coinciden, con un Vozron que se escuchó media cuadra antes de doblar la esquina. No se anunció con discursos o procesiones, sino con los zapatos llenos de polvo y una sonrisa que abrió las mismas puertas, ventanas y corazones. Su respuesta al hambre de que esta población sufrió no era una homilía: era una olla fumadora.
Nacieron las primeras ollas comunitarias, de urgencia y creatividad, como un milagro diario. Serrano convocó a las amas de casa, a los jóvenes, a los vecinos, a quienes les gustaría ayudar, y lo hicieron sin prometer nada que no pudiera cumplirse. «Esto pertenece a todos», repitió mientras se distribuyó tareas: algunos trajeron otra agua, otras arroz, otras papas. Y cuando la olla comenzó a liberar el primer vapor, Atalaya sabía que algo estaba cambiando. Todos los días, cientos de platos calientes llegaron a manos de niños con ojos brillantes, de los ancianos que habían estado sin recibir las tres comidas al día, de familias que habían aprendido a vivir con el vacío. «En Atalaya, nadie se estaba muriendo de hambre», todavía dicen que aquellos que sobrevivieron esos años.
La edición más reciente de la revista mensual de la provincia colombiana de la Sociedad de Jesús incluía en sus páginas varios textos dedicados a la memoria de Serrano, escrita por quienes fueron sus compañeros. Roberto Jaramillo, actual secretario de la justicia social y la ecología de esta orden religiosa, acomodó en sus testimonios espaciales de hombres y mujeres que conocían su obra apostólica de primera mano. Lady Vera, que había llegado desplazada de Arauca, recuerda que su madre ayudó a agitar la sopa en esos días de maratón y regresó a casa con comida para todos. «Gracias a esa olla, podría seguir estudiando», dice. Esmeralda Londoño, quien luego comenzó a entrenar como abogado, aprendió con él que la fe se mide en la acción social: «Nos enseñó a fortalecer y dignificar el trabajo de las mujeres más vulnerables», una lección que luego la llevó a acompañar a las víctimas de la violencia en Colombia y en el extranjero. Amanda, vecina del vecindario Doña Nidia, recuerda que para expandir la iglesia de San Pío X, Serrano pidió que cada familia llevara un ladrillo los domingos. Por lo tanto, ladrillo de ladrillo, plato en plato, abrazo abrazado, comunidad construida.
Pedagogía de emergencia
La suya era una pedagogía que bautizó, sin escribirlo en ningún manual: la pedagogía de urgencia. Actúe primero, piense juntos, no para esperar a que lleguen las soluciones anteriores, confíe en la fuerza de las personas organizadas. Bajo su liderazgo nació huertos urbanos, campañas de leche para madres infantiles, programas de vivienda, grupos juveniles que aprendieron a defender su dignidad. Un ímpetu que se extinguió con su partida, algo que siempre lamentó y dejó lecciones duras sobre la importancia de empoderar a las comunidades para trascender a sus pastores.
Su socio jesuita Alfredo Ferro destacó en esta misma publicación cómo Serrano se rebeló contra la injusticia y también contra la comodidad. Se enfrentó al abandono del estado y observó a las autoridades locales con la franqueza que lo caracterizó. Su rebelión le costó amenazas, persecución e incluso tener que abandonar Cúcuta y el país. Sufrió el exilio: tuvo que ir del país por orden de la provincia de la Sociedad de Jesús en Colombia. Pero él nunca dejó que el miedo dictara su agenda.
Su socio jesuita Alfredo Ferro destacó en esta misma publicación cómo Serrano se rebeló contra la injusticia y también contra la comodidad. Se enfrentó al abandono del estado y observó a las autoridades locales con la franqueza que lo caracterizó. Su rebelión le costó amenazas, persecución e incluso tener que abandonar Cúcuta y el país. Sufrió el exilio: tuvo que ir del país por orden de la provincia de la Sociedad de Jesús en Colombia. Pero él nunca dejó que el miedo dictara su agenda.
Apóstol incansable
Posta incansable
Su rebelión también se expresó en la iglesia. No tenía miedo al abuso, la corrupción, el pecado estructural. No creí en las medias tintas ni en el cómplice silencio. Predicó con humor, con breves homilías, con risas que desarmaron a la más prevenida, y casi siempre invitó a las personas a preguntarse qué puedo hacer antes de señalar a los chivos expiatorios a los que dirigir los dardos. Sin duda, era un sacerdote profético, lejos de los «católicos funerarios», como los llamaba el Papa Francisco. Serrano quería mover los corazones, molestar consciencias y, sobre todo, como ya se dijo, hacer que la fe se tradujo en acción.
Fundó la campaña, todos somos hermanos, promovió la Fundación Amar y Siro y dirigió su conocimiento en la tierra siempre desafiante de lograr fondos a Roma, donde, durante una década, ayudó a la Sociedad de Jesús a organizar oficinas de desarrollo para mantener obras sociales en todo el mundo. En el servicio jesuita a los refugiados (JRS) dejaron principios que aún guían la misión: acompañar al «no poder», evitando las relaciones de dependencia; dar voz a las víctimas para hablar por sí mismas; Trabajo por consenso, porque la misión siempre es colectiva. John Jairo Montoya, también jesuita, lo recuerda como un «artesano de la vida», capaz de tallar madera y vidrio con paciencia, pero sobre todo corazones humanos con la misma delicadeza. Cada persona que pasó por su vida salió de manera diferente.
El padre Leonardo Rincón, su superior y amigo, lo definió en su funeral como «un apóstol incansable que gastó y perdió felizmente dándole a otros». Raramente en una eucaristía de esta naturaleza la risa que sonaba con cada anécdota que Rincón mencionó los sollozos, este fue el caso. Difícil de encontrar un mejor testimonio de lo que pasaba por este mundo. «Cuántos corazones volvieron a Dios gracias a su predicación, a sus tomas de cabello y buen humor constante. Hizo la palabra del Señor a sus mensajes», recordó.
En su último año de vida, estaba a cargo, como ya dijo, del Templo Nuestra Señora de la Soledad, en el vecindario del mismo nombre de la ciudad de Teusaquillo, en Bogotá. Sin mencionar el término, explicó con hechos qué es la sinodalidad, un fin de hoy en auge en la iglesia. Como Rincón también recuerda, escuchó a los feligreses, abrió espacios para los laicos, llenó el Templo de Sugerencias, promovió la creación de grupos de servicios y dinámica con códigos QR para evaluar las actividades. Sabiendo que su salud podría jugar un mal pase en cualquier momento y con la intención de que lo que vivía en Atalaya no se repitió, quería que la comunidad de fieles fuera el motor de la vida comunitaria y que su papel como sacerdote era el de un pastor que se va en el medio y detrás, incluso más que por delante. Su trabajo lo asumió como el de un tejedor más que el de un móvil, aunque también vale la pena la siguiente anécdota: en el jardín del templo había un café enfermo. Serrano pidió cortarlo. El jardinero lo convenció de podarlo. Meses después, cuando aparecieron los primeros brotes, convirtió esa historia en homilía: la esperanza nace de la humildad, incluso en tiempos de desolación. Hoy, ese café brota como su memoria.
A un mes después de su Pascua, su legado se siente vivo. La característica predominantemente profética de su sacerdocio, la que le permitió señalar la injusticia firmemente, pero en primer lugar con amor, es un legado que debe servir como inspiración en el camino dibujado por Francisco y seguido por Leo XIV hacia una iglesia verdaderamente sinodal. Uno que, como estaba claro, se alimenta de los márgenes, se basa y se inspira en el descartado. Su vida también tiene que ser ligera para aquellos que ejercen líderes en los que tienen éxito al denunciar, pero no actúan para usar la venganza como motor. Como Richard Rohr, Franciscan Fraile, declaró recientemente que en los últimos tiempos ha ejercido un liderazgo espiritual notable en los Estados Unidos: la verdad por sí sola no se transforma. Necesitas amar para ser efectivo. Este fue tu caso.
La vida de este sacerdote recuerda, para terminar, que la santidad no solo pasa a través de los templos y los ritos, que se juega y se concreta en acciones concretas. Y al mismo tiempo, fomenta una autocrítica constante, a exponer sin miedo a la vulnerabilidad como un espacio privilegiado de encuentro que piensa de manera diferente, para evitar la tentación de exponerse a sí mismos como alguien superior, más puro, más digno de gracia divina. La santidad así entendió, por el contrario, da la bienvenida al pecado, se ve tiernamente, se abraza con fuerza y se ríe en voz alta. Su vida, como ese hombre de café que se negó a morir, invita a brotar.