
Después: Político Draft Ace 21
Washington, 5 de mayo de 2025. En el marco de su segunda presidencia, Donald Trump está conduciendo a los Estados Unidos hacia un clima político sin precedentes. Este jefe de estado no solo está desafiando los límites de las instituciones, sino que parece ver estos límites más como obstáculos legales que como convenciones necesarias. A diferencia de sus predecesores, Trump ha adoptado una postura en la que espera que su capital personal y financiero le confiera un nivel de influencia casi ilimitada, utilizando su posición para moldear la democracia según su criterio.
En una reciente entrevista televisiva, al ser interrogado sobre su disposición a respetar la Constitución, Trump, en lugar de dar una respuesta clara y afirmativa, se limitó a contestar con un ambiguo «No sé». Esta declaración revela un concepto peligroso del poder presidencial: uno en el que este puede ser manipulado y adaptado a sus deseos individuales. Este tipo de respuesta no se puede considerar un simple desliz; encapsula la ideología que ha llegado a definir su estilo de gobernar, caracterizada por un creciente desprecio por los principios democráticos y una utilización irregular del poder.
Lo que una vez se consideró inaceptable dentro de la cultura política estadounidense, como la arrogancia personal, la creación de un culto a la personalidad, el uso expreso del poder militar para fines propagandísticos y la manipulación de símbolos religiosos, ahora se encuentra plenamente integrado en la rutina diaria del gobierno, como si formaran parte del tejido institucional del país.
Trump no solo se enfrenta a sus adversarios políticos, sino que también desafía deliberadamente las normas implícitas que han guiado el comportamiento presidencial a lo largo de la historia. Sus gestos, como presentarse en ceremonias con una imagen que evoca al Papa o utilizando su propio cumpleaños para propuestas militares, revelan un deliberado intento de crear un espacio simbólico que lo sitúe por encima de la ley, por encima del parlamento e incluso por encima del pueblo mismo.
Sin embargo, detrás de este espectáculo hay una transformación mucho más profunda y peligrosa: un proceso de erosión sistemática del orden constitucional. Trump no solo amenaza la Constitución con retórica incendiaria; ha comenzado a desmantelar sus cimientos desde adentro. Él ha cercenado el disenso y lo ha sustituido por una lealtad ciega que repite su relato de manera mecánica. Ha promovido una agenda diseñada para intimidar a universidades, despachos de abogados y grandes empresas, mientras ataca de manera abierta las decisiones de la corte, incluyendo las de la Corte Suprema, enviando señales de que bajo su mandato, cualquier decisión legal puede ser obviada cuando le conviene.
Su retórica también ha evolucionado con el tiempo. Durante su primer mandato, malinterpretaba la amenaza, pero ahora su discurso refleja una seguridad desmedida que se presenta como inflexible. De esta manera, minimiza el impacto social y económico de decisiones muy controvertidas. Él ha declarado que la contracción económica es tolerable, sugiriendo que los estadounidenses pueden prescindir de ciertos productos o que las familias no necesitan tantas cosas. Estas afirmaciones no solo evidencian su desconexión de la realidad de los ciudadanos comunes, sino que también muestran una alarmante indiferencia hacia las consecuencias humanitarias de sus políticas económicas.
Un ejemplo claro de esta desconexión es su guerra comercial con China, que se presenta como una maniobra patriótica estratégica. No obstante, sus efectos colaterales son visibles en las cadenas de suministro, en los precios al consumidor y en las pequeñas empresas que dependen del comercio internacional. A pesar de que su gabinete sostiene que las cifras de «200 contratos cerrados» validan esta guerra, en realidad no han propiciado ningún avance significativo para el desarrollo económico del país. La narrativa de victoria que él ha edificado permanece como mera propaganda, apelando al amor por la nación y ignorando las críticas legítimas al fraude.
Trump ha aprendido lecciones importantes de su primer mandato. Ha comprendido que el Congreso se encuentra paralizado por miedos políticos, que las vías de comunicación son un obstáculo para su objetivo. Además, es consciente de que un sector considerable de votantes está dispuesto a aceptar cualquier forma de gobierno que desafíe al «sistema». Por lo tanto, ha afinado su estrategia y ampliado sus ambiciones políticas de manera formidable.
La posibilidad de intervención en Groenlandia, que es un territorio bajo soberanía danesa, no es solo una simple broma o extravagancia diplomática; es un claro indicio de una perspectiva imperial que no duda en emplear la fuerza para extender la influencia de los Estados Unidos. Sus comentarios de que «no meditan» sobre Canadá fueron interpretados como una generosidad, insinuando que la soberanía del país vecino depende de su beneplácito.
El verdadero riesgo radica no solo en las acciones que Trump ha emprendido, sino en el entorno político que está favoreciendo. En un país donde el presidente se burla de las normas constitucionales, transforma símbolos religiosos en recuerdos políticos y busca que se establezcan ejércitos en su honor, estamos ante un fenómeno donde se renuncia lentamente al consenso que sostiene el equilibrio de poder. Si el Parlamento no actúa, si los tribunales no emiten sentencias claras y la prensa no se opone con firmeza, la democracia estadounidense corre el grave riesgo de convertirse en un mero eco vacío.
La historia nos enseñará que las grandes tendencias no surgen del poder absoluto, sino de pequeñas acciones de indiferencia institucional. Todo comienza con líderes que, ante la pregunta de si respetan la Constitución, responden «no sé». Asimismo, sociedades que, ya sea por fatiga, miedo o apatía, permiten que tales respuestas transcurran sin demandar rendición de cuentas.
¿Estamos ante un nuevo estilo indefinido de gobernanza al estilo Trump, o estamos presenciando el ocaso de la tradición democrática estadounidense? La respuesta no recae únicamente en un individuo, sino que incumbe a todos los ciudadanos que todavía creen que la Constitución no es solo un documento, sino un pacto vivo que debe ser honrado. ¿Cuál sería su impresión acerca del impacto de esta administración en el modelo democrático de Estados Unidos?