El políticaesa industria, alimentada más por audiencias que por ideas, sigue dando lecciones de incoherencia a un país que ya parece anestesiado. Ante las autoridades, los políticos disparan contra todo: critican, señalan, indignan a su público con frases de libro de texto. Pero cuando toman el poder y ven la letra pequeña de la gobernanza, cambian el guión sin sonrojarse. Hoy digo una cosa, mañana hago lo contrario. Esa dinámica, que ya parece un KPI naturalizado en el ámbito público, ha definido nuestras discusiones recientes.
El escenario es familiar: antes de enviar, nadie se mancha con decisiones impopulares porque la prioridad es conseguir clics, aplausos y votos. Pero una vez que se sientan a la mesa, rodeados de expertos que les explican que la realidad no se ajusta al trino, se dan cuenta -tarde, pero comprenden- de que mandar y opinar son verbos diferentes. Y, sin embargo, hicieron lo que tanto criticaron. No por convicción, sino porque gobernar requiere una coherencia que no vende en las redes. En este contraste aparece el país real.
Esta contradicción, tan antigua como la propia política, la ilustra Daniel Samper en su libro «50 maneras de identificar a un corrupto»: la capacidad de manipular nunca ha fallado, incluso cuando no hablamos de corrupción sino de cálculo. Ahora la maquinaria de las promesas ha vuelto a ponerse en marcha. Pero el desafío para los ciudadanos sigue siendo el mismo: distinguir lo que es verdad de una simple carrera por llamar la atención.
El presidente Gustavo Petro protagonizó el último episodio. Respondió a sectores de izquierda que cuestionaron el operativo militar en Guaviare, donde murieron siete menores reclutados por las disidencias de Iván Mordisko. Petro rechazó las críticas, calificándolas de «infundadas» y defendió que no había violado el principio de distinción del derecho internacional humanitario porque «no había civiles en esa zona». Rechazó comparaciones con Gaza o el Caribe y explicó que las armas utilizadas no tenían el mismo poder destructivo.
También afirmó que no tenían información sobre la presencia de menores y utilizó una frase bien conocida: que renunciar a los bombardeos alienta a los grupos armados a reclutar más niños para proteger a sus comandantes. El mensaje era claro: la operación era necesaria, dijo, y quienes la criticaban no entendían la lógica del conflicto.
El contraste es inevitable. Cuando Iván Duque autorizó bombardeos en circunstancias similares, el entonces senador Petro lo acusó de cometer un crimen de guerra. Hoy utiliza una explicación casi copiada de aquel gobierno. Ese espejo resulta incómodo, pero revela algo más profundo: la coherencia siempre pierde cuando se trata de poder y opinión pública.
Y no es exclusivo del actual presidente. Pasó con Duque, con Uribe, con Claudia López y varios más. Todos criticaron lo que hicieron después. Todos defendían lo que habían atacado previamente. La incoherencia dejó de ser un desliz y pasó a ser un método.
La reflexión es sencilla: ¿cuándo dejaremos de tragarnos tantas tonterías? El día que exijamos coherencia y premiemos el sentido común por encima del espectáculo, ese será el día en que el país crecerá. Espero que tenga el poder de servir algún día para crear, mejorar y corregir en lugar de actuar. Sigo creyendo que Colombia puede mirar hacia adelante. Espero no equivocarme.
Andrés Prieto