
Este artículo aborda los complejos problemas que surgen en el ámbito legal respecto a la fuerza y el gobierno. Es fundamental entender que el concepto de gobierno no puede ser tratado de manera aislada; el gobierno se entrelaza con la ley, mientras que la fuerza se relaciona con su implementación. La ley puede servir como un medio para establecer el gobierno, pero es crucial erradicar el derecho a usar la fuerza, especialmente en lo que respecta a su mantenimiento a largo plazo. Esta cuestión nos lleva a reflexionar sobre cómo se puede justificar el poder y, en consecuencia, cuál es la fuente de su legitimidad.
La respuesta reside en la gente. Aunque no existen en un sentido abstracto, la historia ha demostrado que, en situaciones críticas, el pueblo puede convertirse en una voz poderosa, como lo evidencian los casos en que algunos abogados franceses llevaron a juicio a su rey. En este contexto, el pueblo se erige como la nueva forma de misericordia y la política se refleja a través de las elecciones. Sin embargo, frente a este nuevo escenario, es vital que las opciones políticas no se pierdan. Steven Levitzki y Luncan denominaron a este modelo de táctica política como autoritarismo competitivo, que se presenta como una forma de manipulación dentro de los sistemas democráticos establecidos.
Tomemos ejemplos contemporáneos como Putinova Rusia, Erdoganova Turquía y Madurona Venezuela. Estos regímenes presentan todas las características superficiales de la democracia liberal, pero en realidad funcionan bajo estructuras autoritarias que se validan a través de un sistema democrático muy limitado. La estrategia de la sociedad civil, creada por Vladislav Surkov, es clave para entender cómo estos gobiernos operan en un terreno ambiguo.
La dinámica que lleva a la extinción de la democracia y la transformación en una entidad cerrada dentro del autoritarismo competitivo es un proceso gradual que se inicia cuando la moralidad propia de las instituciones se transfiere al estado. Cuando la sociedad comienza a ser culpable por los fracasos del gobernante, este último puede evadir la responsabilidad, criminalizando a sus opositores y justificando una nueva forma de legitimidad que se fundamenta en la superioridad moral del líder, en lugar de en la efectividad de la gestión gubernamental.
Este tipo de liderazgo transforma el ámbito político en una cruzada, donde el gobierno se convierte en un campo de batalla, y el poder es ganado en nombre del «bien». Este fenómeno representa un cierre sistemático de la democracia, ya que lo que se considera «malo» es inaceptable y debe ser erradicado. Para implementar esta estrategia, se necesita una radicalización del lenguaje político. Pierre Reversy ha señalado que «la imagen no se proyecta en comparación, sino a través de la confrontación de dos realidades,» y esta distorsión ayuda a fortalecer el mensaje y su impacto.
Las dictaduras modernas o las democracias controladas de manera competitiva se caracterizan por ser entornos en los que la culpa predomina. Este contexto está marcado por una especie de magia sin redención, donde el líder constantemente acusa y encuentra fallas en su entorno, incluso en su círculo más cercano. El juicio perpetuo se convierte en un mecanismo que utiliza la verdad de la vida política, llevando a la razón a una representación errónea, lo que impone una impunidad que refuerza el autoritarismo, a menos que el gobernante busque reivindicarse moralmente.
Es fundamental, por lo tanto, desarrollar una estrategia inocente que reexamine este contexto y busque recuperar la validez de la democracia y sus principios.
Jaime Arango