La madrugada del 22 de noviembre de 2000 todavía pesa sobre la Ciénaga Grande de Santa Marta como un lastre imposible de soltar. Hoy, 21 de noviembre, se cumplen 25 años de una de las masacres que marcó el inicio del nuevo siglo en Colombia.
Una incursión paramilitar que venía desde el agua, como si el horror se deslizara silenciosamente por las tuberías para sorprender a gente que sólo vivía de la pesca, la madera y la sal de sus días.
Según sentencias oficiales, incluida la primera emitida por la Sala de Justicia y Paz de Barranquilla, el 20 de noviembre de 2014, Fueron 40 pescadores asesinados en Nueva Venecia y Buenavista durante esa operación Frente Pivijay del Bloque Norte de las Autodefensas. Esa cifra fue reconocida judicialmente, aunque en la memoria de los sobrevivientes y líderes comunitarios hay otra, más amarga: que fueron más de sesenta. Muchos cadáveres nunca recibieron una autopsia y otros nunca aparecieron.
El registro de los muertos quedó en papel. En los palafitos, el eco intacto del miedo.
Un corredor de guerra
Nueva Venecia y Buenavista eran, para entonces, puntos marcados por grupos armados ilegales como un corredor natural entre los Río Magdalena y Sierra Nevada. Por esas tuberías se trasladaban armas, secuestrados, insumos y drogas. Esa etiqueta le costó cara a sus habitantes.
El dolor y el abandono aún está presente en los palafitos de la Ciénaga Grande. Foto:Leoherrera EL TIEMPO
Los paramilitares culparon a las comunidades de colaborar con la guerrilla del ELN. Tomaron el secuestro como justificación, el 6 de junio de 1999, de nueve integrantes del club de pesca El Torno, en Barranquilla. Los guerrilleros los sacaron en lanchas por la Ciénaga Grande hacia la montaña, y a partir de ahí comenzó la búsqueda obsesiva de los responsables.
En febrero de 2000, los paramilitares ya habían dejado una brutal advertencia: la masacre de diez pescadores en Trojas de Aracataca. A partir de ahí, el miedo corrió como agua salobre por todo el complejo lagunar. Se contaron historias de decapitaciones, torturas y ejecuciones públicas. Fue dicho en voz baja. Muchos comenzaron a huir. Otros se quedaron por necesidad.
Lo que vendría en noviembre sería el golpe final.
El archivo que no deja de hablar
En un juzgado de Santa Marta Los documentos atados con pita aún descansan, arrugados por los años y el uso. Están los testimonios que narran detalladamente la incursión de aquel 21 y 22 de noviembre: el viaje de 60 hombres armadosen cinco lanchas rápidas, que partieron del municipio de Salamina, cruzaron la Ciénaga Grande y desembarcaron en Nueva Venecia convertida en caravana del terror.
Vista de Nueva Venecia, el palafito que fue escenario de la masacre. Foto:Leoherrera EL TIEMPO.
La historia es la misma entre todos los testigos: llegaron disparando, gritando nombres, pidiendo cédulas, señalando casas, buscando listas. No escucharon súplicas ni oraciones.
A partir de esa mañana, el país vivió una masacre que sería calificada por organismos internacionales como una prueba extrema de la degradación del conflicto armado. También provocó una tragedia silenciosa: más de 3.000 familias desplazadas, que huyeron dejando atrás casas, animales, herramientas de pesca y todo lo que constituía su vida.
El periodista que entró cuando el humo no se había disipado
Entre los periodistas que llegaron al palafito después de la masacre se encontraba el veterano reportero Luis Oñate Gámez, quien recuerda la escena en una crónica publicada en sus redes sociales. Su memoria rescata lo que vieron él, Gabriel Padilla, Ramón Vásquez y Óscar Mejía, guiados por el barquero Juancho Lobelo.
La noticia se difundió entre las sombras. A primera hora del 22 de noviembre, los pocos supervivientes que lograron escapar avisaron a sus familiares en Tasajera. Oñate y sus compañeros zarpan hacia el epicentro sin claridad de lo que encontrarían.
Decenas de familias fueron desplazadas de los pueblos de la Ciénaga Grande. Foto:Archivo EL TIEMPO
“Nos fuimos con la silenciosa bendición de la familia y los pescadores”, recuerda. A mitad del camino se encontraron con una embarcación llena de mujeres y niños que huían sin saber adónde ir. “Nos rogaron que volviéramos: afirmaron que los paramilitares todavía estaban en la zona y que aún se escuchaban ráfagas entre los manglares”. El grupo vaciló, pero no retrocedió. No había autoridades. No hubo información. Sí, había una urgencia: contar lo que estaba pasando.
El silencio los recibió a la entrada del pueblo. El primer cuerpo fue encontrado en un troja-terraza, apenas cubierta por una sábana blanca. El segundo estaba mirando por una ventana, con la cabeza destrozada por un rifle. 15 metros después apagaron el motor y avanzaron con una pértiga. Luego vinieron los lamentos.
“Comenzaron a aparecer llantos, gemidos y voces entrecortadas”, dice Oñate.
La plaza donde fusilaron a un pueblo
En el lado occidental de la plaza de la iglesia estaban los cuerpos de unos doce hombres: pescadores, el dueño del billar, comerciantes. Allí los paramilitares reunieron a la mayoría de los hombres del pueblo. Los hicieron arrodillarse y les dispararon. Sin más. Sin desvíos. Sin mirar si quedaban niños o madres atrás.
Los pescadores no olvidan la masacre de Ciénaga Grande. Foto:Leoherrera EL TIEMPO
En la misma zona, Daniel, un pescador que perdió a su padre y a su hermano, dijo a los periodistas que lo obligaron a trepar a un cocotero. “La intención era dispararme cuando estaba levantado”, dijo. Al final, uno de los hombres armados intercedió y le ordenó alejarse.
Los paramilitares entraron La pipa Clarín. En el kilómetro 13 mataron a once pescadores y tomaron a cinco como guías. Alrededor de las dos de la madrugada llegaron al palafito y se dividieron. Algunos sacaron a los hombres de sus casas. Otros saquearon tiendas. Otros disparaban contra cualquiera que se moviera entre las sombras.
Salieron pasadas las cuatro de la madrugada. disparando hacia los manglares como si estuvieran cazando animales. Muchos pescadores murieron intentando escapar entre las tuberías. Algunos cuerpos quedaron flotando. Otros se hundieron sin dejar rastro.
“Nos tiraron como si fuéramos patos”, diría días después un pescador desplazado en Santa Marta. Sobrevivió porque la ráfaga atravesó la canoa, pero no su cuerpo.
Un éxodo a la deriva
Cuando los periodistas abandonaron el pueblo, la Ciénaga parecía una vía de escape. Decenas de embarcaciones llenas de familias se dirigieron hacia Tasajera y casco antiguo. Algunos llevaban colchones. Otras gallinas. Otros sólo los niños los llevan en la mano. Muchos se marcharon con lo que llevaban puesto. No sabían si volverían a ver sus casas levantadas sobre pilotes.
El pueblo estaba casi deshabitado. Los pocos que se quedaron lo hicieron por miedo a la miseria más que por el regreso de los hombres armados.
Las cuentas que dejó la guerra
Han pasado 25 años desde aquella incursión y, hasta hoy, la Jurisdicción de Justicia y Paz ha emitido tres condenas ejecutivas por esta masacre. Sentencias que recaen sobre mandos medios y altos del Bloque Norte. Uno de ellos responsabiliza directamente Rodrigo Tovar Pupo, alias jorge 40quien ordenó la operación.
A pesar de estos fracasos, la herida sigue abierta. No hay un censo definitivo de cuántos murieron. No hay claridad sobre cuántos desaparecieron. No hay reparación completa para quienes nunca regresaron a los palafitos.
Días después de la masacre llegó a la zona Mary Robinson, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Se sorprendió, y lo dijo públicamente, de que el Presidente Andrés Pastrana, Sus ministros y el alto gobierno no habrían asistido al funeral de los pescadores ni siquiera habrían emitido un mensaje de condolencia.
Ese contraste entre solidaridad internacional y silencio institucional marcó a Nueva Venecia tanto como los disparos de esa mañana.
Hoy el pueblo sigue en pie, aunque el dolor se esconde entre las tablas y los reflejos del agua.. Los nietos de los pescadores asesinados crecieron escuchando historias de la masacre. La plaza donde fueron fusilados los hombres mantiene un silencio que sólo entienden quienes la vivieron.
Veinticinco años después, Nueva Venecia no olvida. Y Colombia tampoco debería hacerlo.
LEONARDO HERRERA DELGANS periodista de EL TIEMPO [email protected] y en X:@leoher70