En su artículo «Sin cruzar la frontera», el abogado Archilo muestra su asertividad para expresar su opinión, asumiendo que estará fuera y en contra del sistema al que pertenece, sobre todo cercano a Trump porque también está principalmente contra Maduro, y especialmente contra Peter (Archila2025). Un buen ejemplo de cómo arriesgarse a ser tildado de «tibio» para intimidarlo y obligarlo a volver al redil, utilizando la fuerza argumentativa y la violencia.
En Colombia, «tibio» se ha convertido en un insulto. En toda discusión pública aparece alguien que busca definiciones absolutas, lealtad inmediata, fidelidad emocional hasta el extremo político. Y si alguien no grita lo mismo, o no repite el catecismo ideológico de turno, se le declara tibio. Y comienza la intimidación ( intimidación). Ser tibio, dicen, es no comprometerse. Sin carácter. No te arriesgues. Esa caricatura hizo carrera porque la ira es más ruidosa que el uso de la inteligencia. Debemos reivindicar a los tibios antes de que los fanáticos roben incluso sus nombres.
Es normal que se asocie la tibieza con el centro político para ser tratado como una especie en peligro de extinción. Pero no es necesariamente sólo el centro, por lo que puede definirse mejor como no polarizado. La gente polarizada lo acosa por tres razones. Primero, porque el centro es estable. No entiende la política como una guerra santa ni como un ritual tribal. No necesitas enemigos para vivir o sentir pertenencia. Y eso, para un aficionado, resulta provocativo: ¿cómo puede haber alguien que no odie lo que hace?
En segundo lugar, porque el centro analiza cada situación con la convicción de que la realidad rara vez obedece a etiquetas que hagan la vida más fácil. Sabe, porque piensa, que casi nada es absolutamente bueno o absolutamente malo, y que las decisiones públicas exigen distinguir matices, sopesar el impacto y reconsiderar alternativas. Esta paciencia intelectual es incomprensible para los devotos de la emocionalidad política, para aquellos que no juzgan nada: ya saben qué creer, ya saben a quién seguir, ya saben quién tiene la culpa de todo. En cambio, el centro no tiene mesías; Por eso me molesta.
Y en tercer lugar, porque el centro vive rodeado de gente polarizada que grita. Agotado por la agresión cotidiana, aprende a guardar silencio. No por miedo, sino por cansancio. Aguantar a los polarizados se ha convertido en pereza emocional. Defender una idea rodeado de gente que no escucha, no lee y no duda es un ejercicio de desgaste permanente. El silencio del centro no es cobardía: es agotamiento.
Pero hay un malentendido que es necesario corregir: en este país mezclamos las virtudes tibias con las del centro, que piensan, confrontan, leen, evalúan y toman en serio la responsabilidad de opinar. Pero también los hay de corazón débil, los que no saben de lo que hablan, no quieren saberlo y acaban uniéndose a quien más ruido hace. El centro reflexivo está tranquilo porque ya ha tenido suficiente agresión; Los abatidos guardan silencio porque no tienen nada que decir. Una es la moderación consciente. La segunda es la ignorancia oculta.
Estos últimos, los que aceptan el grito más moderno, son los que han contaminado la palabra «tibios». Pero no representan el centro. Comparten con los polarizados su renuncia a criterios. Y esa renuncia es peligrosa: convierte a los ciudadanos en seguidores de rebaño. El fanatismo se alimenta de esa especie de tibieza: la que no pregunta, la que no cuestiona, la que no sabe por qué cree lo que cree. ¡Qué paradoja! De los pensamientos de Arendt: El mayor mal del mundo lo cometen personas que eligen no pensar.
Es importante recordar que el centro político no es un promedio entre extremos ni una mezcla diluida de posiciones irreconciliables. No es una colección de piezas prestadas. No se empieza por mitigar lo que dicen los extremos. El centro es un cargo autónomo basado en los principios: evidencia, responsabilidad, legalidad, proporcionalidad, ética pública. Su razón de ser no depende de quién esté en el poder ni de qué ideología esté de moda. Tampoco es el refugio de los indecisos: es el hogar de quienes piensan antes de hablar.
Al centro se le exige algo que no se le exige a nadie más: coherencia. Mientras que los extremos operan sobre las emociones, las lealtades religiosas o las identidades grupales, el centro se ve obligado a juzgar. Por eso me molesta. Por eso es incómodo. Por eso recibe ataques simultáneos desde las trincheras enemigas entre sí. Ser moderado en un país polarizado requiere más fuerza que ser polarizado, extremo: se necesita carácter para apoyar ideas, incluso si no obtienen el aplauso de ningún fanático.
La justificación de los tibios es necesaria porque la democracia no prospera en manos de fanáticos. Las sociedades prósperas requieren personas que piensen, que hagan preguntas incómodas, que prefieran la complejidad a la comodidad de supuestas certezas absolutas. Y necesitan ciudadanos capaces de decir «no» a los mesías, a todos los mesías, incluso cuando crean que tienen buenas intenciones.
Los verdaderamente tibios no son los que evitan el debate. Son ellos los que se niegan a entregar su juicio a la tribu, a comprometer su intelecto al líder. Los que saben que la prudencia es también una forma de valentía. Los que resisten la obligación de odiar para pertenecer. Los que saben que defender la ley, la duda razonable y la evidencia es más difícil y digno que alzar la voz para encajar y ser reconocidos en el valiente tribunal de la moral.
No importa si continúan tratando de estigmatizar a aquellos que no son militantes extremos polarizados como «tibios». A veces las mejores causas empiezan por retirar palabras que otros utilizan para ofender. En un país lleno de gritos y vergüenza, es fantástico poder elegir el lado de quienes todavía piensan críticamente, hacen análisis y toman decisiones informadas utilizando su propio intelecto.
Rafael Fonseca Zárate
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