Es necesario aceptar que se nos ha impuesto un escenario en el que la política ha dejado de ser un ámbito de consenso, cooperación y administración, para convertirse en una relación existencial basada en la distinción amigo-enemigo. Como dijo Julien Freund «Crees que eres tú quien define al enemigo. Pero el enemigo es quien te define a ti. Puedes hacer las más hermosas declaraciones de amistad. Si él quiere que seas su enemigo, lo serás». Hemos vivido bajo esta amenaza existencial desde que las élites traicionaron la democracia y declararon a la sociedad enemiga para garantizar la impunidad del terrorismo. Éramos enemigos y no lo sabíamos.
Para crear un enemigo era necesario que existiera primero el atavismo de la polarización. La infantilización de la sociedad, promovida por las élites, ha llevado incluso a que este mito reduccionista sea presentado públicamente con pequeños juegos de imanes y consagrado como una verdad indiscutible. Pero los defensores de este concepto en realidad piensan como Schmitt: «La diferencia específica de lo político, según la cual se pueden rastrear las acciones y los motivos políticos, es la diferencia entre amigos y enemigos».
La polarización es un concepto para estigmatizar, expulsar de la comunidad política a quienes se oponen al régimen y disuadir a los que dudan. Ser parte de la polarización es ser un extremista, un fanático y, en otras palabras, alguien inculto, ignorante y ciertamente violento. Pero la realidad es la realidad, lo que en esta historia se autodenomina “centro” no es más que el régimen, o la casta y aún más claramente el no régimen.
Desde que Álvaro Gómez Hurtado presentó su idea de “derrocar al régimen”, ésta ha mutado. De un grupo de sectores políticos corruptos y empresarios clientelistas, ha pasado a ser una asociación de clase política, crimen organizado, extremistas de izquierda y élites, un monstruo que ya no quiere vivir del Estado, sino capturar y eliminar la democracia. El neorégimen es un proyecto de poder en el que lo político no se define por cuestiones como la economía, la moral o la seguridad, sino por la «intensidad», la posibilidad real de conflicto violento y de agrupación en partidos. No hay polarización, lo que existe es el enfrentamiento declarado del neorégimen contra los ciudadanos, la casta radical que nos ha declarado enemigos.
El neorégimen destruyó la vida comunitaria y erosionó el pacto social al dividirse basándose en mitos de identidad. El filósofo Gustavo Bueno explicó esta dinámica: «Una nación política no se define por su cultura, sino por su estructura política, su constitución. Una nación cultural es una contradicción en los términos. Una nación es básicamente una identidad política que trasciende las diferencias culturales internas. Reducir una nación a aspectos culturales debilita la cohesión y la fuerza política del Estado». Pero en política no hay muertes. Los valores básicos que dan cohesión a la sociedad y sentido a la comunidad siguen vigentes. Un pacto silencioso presentado en un orden constitucional legítimo.
Las personas del neorégimen son aquellas que están fuera del contrato social, son violencia e incivilidad y es nuestro deber, porque es un desafío existencial, echarlos del poder, para eso sólo necesitamos un liderazgo capaz de aceptar la verdad y exponerla claramente. Un líder que le dice a la gente que «los que me odian son los mismos que te odian a ti».
Jaime Arango