Colombia se acerca a unas elecciones decisivas. Pero más allá de los calendarios, el país enfrenta pruebas morales y políticas: ¿podremos votar libremente, con calma y sin miedo? Las advertencias sobre el riesgo de violencia, desinformación y pérdida de confianza en los gobernantes son más que una señal técnica: son un reflejo de nuestra fragilidad democrática. La democracia en Colombia parece tambalearse, plagada de polarización, inseguridad y descontento ciudadano.
El terrorismo de Estado ya no es ideológico. No hay causas, sólo ingresos. Los grupos armados que controlan los territorios no buscan transformar el país: buscan quedarse con sus negocios. Son herederos de la guerra, no de la política. Aterrorizan a las comunidades, manipulan los votos locales y reemplazan la voluntad ciudadana por la obediencia forzada al miedo. En muchas áreas, el voto libre sigue siendo una hazaña. Y mientras tanto, el Estado, atrapado en sus conflictos internos, llega tarde o simplemente no llega.
A esta amenaza se suma una más sutil, pero no menos corrosiva: la hostilidad de la palabra. El país se ha acostumbrado a vivir en insultos, en agresiones verbales, en desprecio sistemático al oponente. Tanto entre quienes están en el poder como entre la oposición, los enfrentamientos se han convertido en una parte normal de la política. El discurso no busca convencer, sino destruir. Y cuando el diálogo muere, la democracia decae. Ningún sistema electoral puede sobrevivir a una guerra permanente de palabras entre quienes deberían garantizar su legitimidad.
El populismo ha aprendido a alimentarse del caos. Cuanto más fragmentado esté el país, más fácil será gobernarlo. La narrativa de «ellos contra nosotros» se ha convertido en un modelo de gobierno, una estrategia electoral y un espectáculo mediático. En este clima, la compostura se considera debilidad y el respeto como traición. Pero un país que alza la voz no razona. Y sin motivo alguno, votar deja de ser una cuestión de conciencia y se convierte en una respuesta emocional, fácilmente manipulable por el extremismo.
La desinformación, por su parte, es la nueva cara del vandalismo. Las redes sociales, convertidas en campos de batalla, generan sospechas más rápido de lo que los gobiernos pueden negarlas. Bulos, rumores, acusaciones sin fundamento y noticias falsas han sustituido evidencia por evidencia. La mentira se ha vuelto rentable. Y cada vez que se cuestiona sin fundamento el sistema electoral, no es una unidad la que se ve afectada: la confianza colectiva resulta dañada. La tragedia es que cuando la verdad pierde credibilidad, la democracia deja de tener sentido.
Sin credibilidad no hay votos libres. Sin respeto no hay convivencia. Sin instituciones fuertes no hay futuro. Colombia necesita entender que la paz electoral no se construye con tecnología ni con palabras, sino con cultura civil, con educación política y con un liderazgo que actúa con grandeza. Garantizar elecciones seguras no es sólo tarea de las autoridades: es responsabilidad de todos. La violencia es combatida no sólo por la autoridad pública sino también por la responsabilidad de los ciudadanos.
Estamos ante una oportunidad y una obligación de demostrar que la democracia colombiana puede soportar sus propias heridas. Que las urnas no se llenen de miedo sino de esperanza. Que la votación no sea una ruleta de amenazas, sino una afirmación de libertad. Que la política recupere su llamado al diálogo y no a la destrucción. Porque unas elecciones libres, seguras y pacíficas no son un ideal abstracto: son la condición mínima para que el país siga siendo una república y no un territorio de resentimiento.