Carlos Mario Morad lleva más de 12 años buscando a su sobrina, Layla Faride Morad. Por casi 30 la lloró como una más de las casi 27.000 víctimas mortales de la avalancha que la noche del 13 de noviembre de 1985 borró del mapa a Armero, la capital arrocera de Colombia. De la calle del pueblo donde ella vivía no quedó nada: estaba con su mamá, su abuela y un tío, y todos murieron. Pero hacia 2012, mientras Carlos revisaba más fotos y videos de la tragedia –una práctica que, aún hoy, alimenta la esperanza de muchos armeritas–, vio imágenes de un socorrista con una niña con una caperuza de capucha roja, idéntica a la que le había visto muchas veces a su sobrina.
Layla, de apenas dos años, aparentemente sobrevivió a la pared de piedras, árboles y lodo que sepultó para siempre a ese municipio del norte del Tolima. Pero nunca volvió con su familia y nunca recibieron una sola comunicación del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), que fue la institución que terminó acogiendo a los centenares de niños huérfanos y perdidos en la peor tragedia natural en la historia de Colombia. Alrededor de 580 menores desaparecieron después de que la avalancha originada por el deslave del volcán del Ruiz borró a Armero del mapa, a solo una semana de la toma del Palacio de Justicia, en el noviembre negro de 1985.
Captura del video con el que Carlos vio a quien puede ser su sobrina. Foto:Miguel Baez, OPS, OMS
El capítulo de los niños perdidos es uno más de la tragedia de Armero. Como la del Palacio de Justicia, fue una tragedia anunciada. Incluso un representante a la Cámara, Hernando Arango Monedero, hizo un debate en el Congreso en el que alertó, mes y medio antes, que la actividad del Ruiz iba en aumento y que el peligro para los municipios cercanos en Tolima y Caldas era inminente.
Pero ninguna autoridad nacional prestó mucha atención y la gente, acostumbrada a los ruidos y los temblores originados en el gigante nevado, prefirió cerrar los ojos y los oídos y quedarse a cuidar sus tierras, sus animales y los florecientes negocios en la que era una de las mayores despensas agrícolas de Colombia. Hoy, todo está cubierto por el lodo endurecido como piedra sobre el que se ven centenares de cruces con nombres que ya no tantos llegan año a año a remarcar, en el que también es el camposanto más grande del país y uno de los más grandes en todo el mundo.
Edición extra de EL TIEMPO: un hombre hala a una mujer entre el lodo y las piedras en Armero. Foto:ÁNGEL VARGAS/EL TIEMPO
El desastre que los sobrevivientes reportaron esa noche se confirmó dramáticamente con la salida del sol del 14 de noviembre. “Catástrofe: sepultado Armero”, tituló la edición extra de EL TIEMPO de ese mismo día. “Armero, borrado del mapa”, fue el cabezote de la portada del 15.
“Colombia amaneció sumida en la peor catástrofe natural de su historia, con millares de personas sepultadas bajo montañas de lodo, piedras y cenizas”, dice el reporte del enviado especial. Las fotografías de esos días –cadáveres y personas que parecían de barro– son de las más estremecedoras en la historia de un país acostumbrado a las tragedias.
La búsqueda desesperada
Sobrevivientes sacan del lodo a una joven. Foto:Ángel Vargas/EL TIEMPO
En los periódicos de la época se pueden leer varias páginas con los nombres de los millares de sobrevivientes que fueron enviados a hospitales y centros de acogida en diferentes ciudades, empezando por Ibagué, Manizales y Bogotá. El país que seguía sacudido por el holocausto del Palacio de Justicia se vio de pronto enfrentando una nueva emergencia: de hecho, decenas de los cuerpos de las personas no identificadas en la toma terminaron en la misma fosa común del Cementerio del Sur de Bogotá, con heridos de Armero que fallecieron en hospitales, y con centenares de brazos y piernas amputadas a los sobrevivientes afectados ya por la gangrena.
Los que escaparon del lodo y las familias en todo el país iniciaron en ese momento una búsqueda que para muchos aún no termina. La Fundación Armando Armero, creada hace doce años por el periodista Francisco González, quien perdió a su padre y a su hermano en la tragedia, nació en esas circunstancias. Hoy se dedica a tratar de volver a juntar a aquellos que separó la furia de la tierra. En este tiempo ha encontrado evidencias de que cerca de 150 niños –de esos casi 600 que desaparecieron y que se daban por muertos– en realidad sobrevivieron. Muchos fueron adoptados por conductos regulares e irregulares en Colombia o en el exterior.
Francisco González posa con barcas de madera que llevan fotos de dos de las niñas perdidas. Foto:ANDREA MORENO/EL TIEMPO
Entre ellos estaba Layla. Sus abuelos vivían en la calle 16A con carrera 18 y se salvaron de milagro. Después le contaron a su hijo, Carlos, que esa noche una corriente de agua oscura bajó por la calle y que después se escuchó un ruido ensordecedor, “como si se prendieran diez aviones ‘Jumbo’ 747 a la vez”. Se fue la luz, para siempre, y en segundos llegó la avalancha. La casa se sacudió, pero no sufrió mayores daños. Apenas pasaron unos minutos para que empezaran a escucharse los gritos de ayuda y los lamentos que marcaron los últimos momentos de Armero.
Carlos estaba en Bogotá ese día, por eso su relato se basa en el de sus padres. Su sobrina estaba unas cuadras más allá, en la calle 11, entre las carreras 15 y 16. De ese barrio no quedó nada, así que a ella la dieron por muerta. Pasaron casi 30 años antes de que supieran que pudo haber salido viva.
Layla Faride Morad, sobrina de Carlos, la bebé desaparecida en Armero. Foto:CORTESÍA FAMILIA MORAD
A través del trabajo de Armando Armero, que ha documentado los posibles casos de supervivencia con documentos, fotos y videos, tanto la de Carlos como otras familias buscadoras han encontrado esperanza. Hasta hoy se han logrado cuatro reencuentros.
Los reencuentros
Entre esos casos de búsqueda exitosa está el de Lorena, que tenía dos años y diez meses cuando ocurrió la tragedia. En medio de la confusión, la llevaron a un centro del ICBF donde la adoptó una familia de Ibagué. Nunca más volvería a ver a su madre y a su abuela.
Siempre le dijeron que su historia se relacionaba con la avalancha, pero no indagó más hasta que cumplió 15 años. En un documento en Mariquita, Tolima, figuraban los nombres de su abuela y su madre, mas no el de su padre. Por eso, se contactó con Francisco y grabó un video con su historia, a ver si aparecía su mamá. Un día, él la llamó para darle noticias, pero no las esperadas: una mujer con su mismo apellido podía ser su hermana. Todo ocurrió muy rápido: cada una, por su lado, se hizo una prueba de ADN. Dio positiva.
Collage con niños perdidos de Armero Foto:ARMANDO ARMERO
“A los 15 días fue el reencuentro. Conocí a mi hermana y a mi sobrino, ellos conocieron a mi hija. No sabía que tenía hermana, yo estaba buscando a mi mamá”, dice. También se enteró de que tenía otra hermana, pero murió de cáncer, no se sabe si antes o después de lo ocurrido en Armero.
Cuando se reencontraron, su hermana la recordaba: “Me decía que yo tenía algo en el ombligo; sí, yo tenía una hernia umbilical (…) hubo muchas coincidencias genéticas”. Hoy Lorena vive por fuera del país y ya no habla con su hermana: “Ella siguió por su lado y yo por el mío”, dice.
Madres buscadoras de Armero Foto:ANDRÉS CAMPOS/HIJA DEL VOLCÁN
Los reencuentros como este motivan a Francisco a seguir con su objetivo: “Los niños perdidos son la herida más grande que tiene Armero”, según dice. Apenas el año pasado obtuvo algún apoyo gubernamental a través del Ministerio de Cultura.
En su apartamento en Bogotá, responde llamadas de diferentes colaboradores: está en todo el “voleo” previo a la conmemoración de los 40 años de Armero. Sobre la mesa de su sala hay más de 12 años de documentos y equipos; expedientes de los niños, computadores y libros. El enredo de una investigación llena de vacíos y complicaciones, de historias sin final.
En un momento, muestra las fotocopias del famoso Libro rojo de los desaparecidos: “A los niños que llegaban de Armero a la regional de Ibagué los anotaban en un libro con pasta roja, entonces se volvió un mito. Pero era un libro cualquiera donde los anotaron, no a todos; lo vandalizaron y ya no tiene fotos. Debe haber muchos libros rojos en Colombia, porque los niños llegaron a muchas sedes”.
Francisco González y Jenifer de la Rosa Foto:ANDRÉS CAMPOS/HIJA DEL VOLCÁN
Otro de esos casos fue el de Jenifer de la Rosa. Quien conversa con ella no se imagina que haya nacido en Colombia, ya que tiene acento español. Tiene 40 años, así que tenía unos días de nacida cuando ocurrió la tragedia. Su hermana tenía un año y medio. No se verían hasta 30 años más tarde.
Su caso se parece al de Lorena: la llevaron a un centro del ICBF en Manizales, donde fue adoptada por una pareja de españoles en 1987. A partir de ese momento vivió en Valladolid (España). Recuerda que sus padres adoptivos siempre le hablaron de sus orígenes, y a través de un álbum de fotos empezó a construir una relación con elementos de su historia como el Nevado del Ruiz.
Además, siempre le hablaron de referentes colombianos como García Márquez o Shakira. “Intentaron que yo tuviera presente esa parte bonita del país, dejando a un lado el contexto de guerra y narcotráfico (…) el recordatorio de la tragedia siempre lo veía en televisión pública porque a Armero lo cubrió un equipo de prensa español; me provocaba bastante dolor”, hace memoria.
Jenifer de la Rosa en su proceso investigativo Foto:ANDRÉS CAMPOS/HIJA DEL VOLCÁN
En su adolescencia sufrió matoneo en el colegio y decidió olvidarse de Colombia: “Lo más sencillo era no hablar de ello”, dice. Sin embargo, a sus 30 años decidió contar su historia. Ya venía de una formación periodística: “¿Qué mejor historia para empezar que la mía?”, apunta. En 2016, se propuso encontrar a su madre biológica, Dorian Tapazco, y filmar el proceso en el documental ‘Hija del volcán’, que ha sido premiado y que proyectará en Colombia.
A medida que avanzaba la investigación, se involucraban más personas. Así conoció a Francisco. Su primer encuentro fue en línea, donde él le contó la realidad de los niños perdidos y sus familias. En 2016, Jenifer estuvo en Manizales, donde fue adoptada. Destaca que en todo ese proceso Francisco “le tendió la mano”.
Jenifer de la Rosa tiene una conversación telefónica con Francisco González Foto:ANDRÉS CAMPOS/HIJA DEL VOLCÁN
Como en el caso de Lorena, Jenifer se encontraría con alguien inesperado. Otra mujer, Ángela, decidió ir a Manizales a preguntar por Dorian Tapazco: la misma madre a la que buscaba Jenifer. Allí no le dieron información, así que decidió contar su historia en los medios de comunicación en 2017, para ver si alguien sabía algo. En el expediente de Jenifer figuraba una socorrista de la Cruz Roja: Yolanda Berríos. Ella la cuidó desde que su madre la llevó al albergue y después desapareció. Jenifer la contactó por redes sociales.
“Me contó que aprendí a caminar en su casa; su hija me cuidó y cuando ella creció también quería poner a su hija Jenifer”, narra. Yolanda quiso adoptarla, pero no la dejaron por ser madre soltera. Incluso, desde el ICBF nunca le facilitaron contacto con ella: “saber eso duele mucho porque uno piensa que todo habría sido más sencillo con esos contactos”, señala.
Jenifer de la Rosa junto a sus familiares biológicas en Barrancabermeja, Santander. Foto:ANDRÉS CAMPOS/HIJA DEL VOLCÁN
“Me encontré con la noticia a través de internet, fue un shock. Esto no podía ser posible. Yo estoy buscando a mi madre y no puede ser que otra persona también (…) tuve ayuda psicológica porque fue difícil enterarme de que había otras posibilidades”, cuenta. Ya había cerrado el tema de su padre, que falleció en la avalancha, según su investigación. No contaba con que pudiera tener una hermana: “Fui a Colombia a decirle a Francisco porque no me atrevía a contarle por internet”, dice. En la nota del noticiero aparecía el número de Ángela, así que la llamaron para que viajara a Bogotá, ya que vive en Santander.
Se conocieron en persona sin certeza del vínculo. Al hacer una prueba de ADN, no sabían a dónde las llevaría ese camino. Esta salió positiva un día antes de que Jenifer regresara a España. Francisco las llamó para informarles y en 2018 se vieron por primera vez, sabiendo que eran hermanas: Desde eso ha construido un nuevo vínculo con su hermana y sus sobrinas, pese a las diferencias culturales y en historias de vida. Hoy se mantienen en contacto, pero no han encontrado a su madre.
Jenifer dice que entiende si ella no quiere reencontrarse: “Es como tantas mujeres que formaron otra familia, con una historia muy dura”. Dice que quisiera la certeza de si su madre vive o no: “Por lo menos descansar con eso, saber qué ocurrió de verdad”.
Barcas para el evento ‘El olvido que navega’ que tendrá lugar en Honda este 12 de noviembre. Foto:CORTESÍA FRANCISCO GONZÁLEZ
La lucha de Francisco para ayudarles a ellas y al resto de las familias buscadoras no ha sido con batallas legales. Dice que no ha querido desgastarse así, sino que lo ha hecho con medios como el arte y la investigación. Realizará un evento conmemorativo este 12 de noviembre en Honda, Tolima, por donde también pasa el río Gualí, el mismo que bajó del Nevado del Ruiz con su avalancha y sepultó a Armero. El homenaje se llamará ‘El olvido que navega‘ y contará con el apoyo del ICBF, resalta Francisco. Además, tendrá 500 pequeñas barcas de madera y material reciclado de la mano de artesanos locales. En el mástil central llevarán la foto de un niño o niña perdido tras la tragedia de Armero. Madres, adoptados y la comunidad en general van a depositar estas barcas sobre el río en señal de su duelo. «En un río por donde bajó la avalancha, ahora bajan las barcas”, dice Francisco.
ESTEBAN MEJÍA SERRANO
ESCUELA DE PERIODISMO MULTIMEDIA EL TIEMPO