



Por una de las calles de herradura de El Plateado que estos días se encuentran embarradas, debido a las fuertes lluvias, Un granjero camina cantando. Lo hace en una tierra disputada a sangre y fuego.
Nunca deja su sombrero de paja de ala ancha ni sus botas de goma.
Se trata de Ónier Sotelo Camilo, uno de los pocos habitantes que dice su nombre, porque los demás tienen miedo.
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Pero, el campesino canta ante un visitante del pueblo que le pregunta cómo es vivir en uno de los pueblos, cuya población ha estado entre las más afectadas por el conflicto armado en un país como Colombia que se desangra desde hace más de medio siglo por la violencia.
El Plateado, Cauca. Foto:Carolina Bohórquez Ramírez / EL TIEMPO
Así es el distrito, con un total de 12.000 habitantes si se suman los senderos del profundo cañón de Micay donde El Plateado se incrusta en esas imponentes montañas del Cauca de la cordillera Occidental, cubiertas por matas de coca dentro de la jurisdicción de lo que es el municipio de Argelia.
El Plateado está separado por una carretera de trocha angosta, un recorrido de una hora y media que por las noches permanece completamente a oscuras, aunque sólo se iluminan los cambuches que funcionan como laboratorios de coca.
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Pese a la llegada de 1.400 soldados de la Operación ‘Perseo’ hace un año para custodiar a los argelinos de la periferia, el municipio ha estado resistiendo explosiones provocadas por drones que lanzan los artefactos desde el aire y ráfagas de disparos, sacudiendo cada una de las casas de los campesinos, especialmente las del pueblo de la parte baja, elevando oraciones por un alto el fuego en esa zona que rodea la filtrada iglesia del Divino Niño por los disparos de este año y de épocas pasadas.
Se han producido más de 200 ataques con un número de más de 30 acosos y una decena de enfrentamientos con el Ejército.
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A pesar de esos bombardeos y el miedo de la gente de El Plateado, Don Ónier asegura que ha sido un hombre que intenta ser feliz, en medio de la pobreza en la que vive y en la que vive desde niño, cuando su padre falleció en Argelia, a pocos metros de la Virgen de las Perlas.
Él es Ónier Sotelo, un campesino y juglar que asegura que para vivir felizmente se requiere respeto. Foto:Carolina Bohórquez Ramírez / EL TIEMPO
«Me dicen que estoy loco porque digo que vivo feliz», pero él explica que lo hace porque reitera el respeto al prójimo, trabajando incansablemente por su familia y viviendo del campo cuya tierra le permite a él y a su pueblo tener un plato de comida. Planta frijoles, plátanos y maíz para ponerlos en su mesa. No alcanza para más. «La patata, la yuca o la col ya no existen», afirma.
Pero sí coquean, como en el resto del pueblo porque es la economía que llegó a una región donde su población insiste en que no tiene agua potable, que no tiene planta de tratamiento, porque la artesanal no funciona y donde los niños van a estudiar temiendo que les caiga algún explosivo en alguno de los ataques con drones de los grupos armados.
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Este es el caserío donde sus vecinos se reúnen para recolectar dinero en rifas y arreglar un parque o poner cemento en una calle para una cuadra.
La Plata Foto:Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
El Plateado está lleno de coca, ya que el cañón del río Micay concentra el 75% de este cultivo ilícito, donde en la cima de la cadena están los grupos ilegales, entre las disidencias de ‘Carlos Patiño’ y la ‘Segunda Marquetalia’, con el ELN, disputándose producir, extraer y vender esta droga.
La historia del juglar campesino de El Plateado
«Mis hermanos y yo nacimos en una familia muy humilde, muy pobre, porque mi padre murió cuando yo tenía 2 años». Ese campesino, el pequeño Ónier, estudió hasta cuarto grado, según afirmaba, hasta que se fue de casa cuando tenía 7 años.
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El entonces niño quería que quedaran atrás los castigos severos y aunque ahora, siendo un hombre de 58 años, comprende la preocupación de su madre por él, también comprende que la madurez le llegó a esa temprana edad.
Plata, Cauca. Al fondo, el cañón de Micay, cubierto de coca. Foto:Carolina Bohórquez Ramírez / EL TIEMPO
Es el segundo de una familia de cinco hijos. Su hermana es la mayor. «He tenido que pasar hambre, he tenido que perder muchas veces lo que he tenido. He ido muchas veces a trabajar al campo, porque soy agricultor y no me han pagado. Mi historia es amarga», dice, amarga como la de muchos colombianos que nacen en hogares donde la esperanza se diluye entre los dedos.
«Me ha tocado blandir machete, usar azadón, pala, derribar montañas allá en Putumayo, Caquetá. Todos esos son trabajos que he tenido para poder defenderme en la vida. Fui a estudiar a un internado», dice sobre su corta educación.
Posteriormente llegó a Nariño donde trabajó para un hombre que lo contrató para construir ranchos de tablones, incluido el suyo. «Un señor me dio un terreno para que pudiera construir un rancho. Entonces me apoderé de ese terreno. Estaba tan mal que cuando terminé de construir la casa empezó la violencia y lamentablemente se perdió el terreno, se perdió mi trabajo, porque entraron y asesinaron a mucha gente a lo largo del río».
Música en un pueblo alcanzado por las balas
Ónier Sotelo, campesino y juglar en El Plateado, Cauca. Foto:Carolina Bohórquez Ramírez / EL TIEMPO
“Me gustaba mucho la música. Soy una persona a la que le gusta la música desde niño. Recuerdo que cuando estaba en el colegio, en Caquetá, camino a San Vicente del Caguán, cuando yo era niño nos pedían que cantáramos. Nos pedían que cantáramos y yo siempre ocupaba el primer lugar”, dice. «Me empezó a gustar la música de Pedrito Fernández».
«Me empezó a gustar la música. Tenía 10, 11 años. Estaba viendo a la gente tocar y mientras miraba a la gente tomé un trozo de tabla y comencé a ponerle nailon y se lo puse. Empecé a tocar eso. Esa fue mi alegría, escuchar esa cosa y entonces un hombre me miró y me dio una guitarra vieja, me dijo que le consiguiera cuerdas. Tenía tres cuerdas, un pedazo de chatarra vieja. No sabía posiciones. No sabía nada. Conseguí un pez, «La vendí y por eso compré las cuerdas de esa guitarra. Me costaron un peso con 50 centavos, recuerdo que veía a la gente tocar», continúa con el relato.
«Se grabó y empecé a meter los dedos, pero parecía una vara. Empecé a joder, hasta que finalmente me dieron los dedos», continúa.
«Tenía 16 años cuando hizo una que otra canción. La canta:
Morena, bonita morena
Has marcado mi camino en la arena que me conducirá libremente al refugio de mi felicidad.
Luego canta: Tres palomitas viven a orillas del río Patía. Son todas muy lindas (…) Si quieres saber su nombre te lo digo. Una se llama Rubiela y la otra Maribel. Una se llama Rubiela y la otra Maribel.
El otro me llena el alma y me llena el corazón. Y quiero dejarles saber en esta hermosa canción que la amo con el alma y todo el corazón. Que la amo con el alma y con todo el corazón.
“Mira, no es por nada, si hay una persona necesitada le doy el mordisco. No importa si no tengo dinero, no importa si no tengo nada, si la persona necesita, lo que tenga se lo doy”, dice.
El Plateado, Cauca. Foto:Juan Pablo Rueda/EL TIEMPO
«Le digo a la humanidad que este mundo sería un paraíso lleno de alegría, lleno de paz, lleno de amor. Intento ser eso».
Ónier habla luego de que si el cañón de Micay no tuviera la riqueza, el oro que motiva a muchos a buscar desentrañarlo, no existiría esta disputa entre ellos. No habría disparos entre nosotros. Lo dijo bien cantando.
Cuando se le pregunta cómo vive en El Plateado, en plena guerra, responde que, por ejemplo, cuando fue el último que dejó ocho civiles heridos hace una semana, afortunadamente se encontraba en su casa a las afueras del pueblo.
Mientras tanto, otros agricultores dicen que ya están cansados de esta guerra, de tantas balas, de tantas bombas, de buscar un lugar donde esconderse cuando cae un explosivo o de los disparos desde las montañas.
«En mi vida he ido para allá, para aquí, regresando a mi patria. Que mi Dios me dé muchas bendiciones y las guarde con todo su amor», termina diciendo el campesino del sombrero de paja y las botas, apresurándose a subir a su parcela que está a las afueras del pueblo, en lo alto de El Plateado, antes de que la noche lo sorprenda.
CAROLINA BOHÓRQUEZ
corresponsal de EL TIEMPO
Cali
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