
En la historia reciente del catolicismo, nunca antes un Papa había tocado tantos corazones con una verdad tan sencilla y, a su vez, tan revolucionaria: el amor incondicional. Francisco no ascendió al trono de Pedro acompañado por los poderosos del Vaticano, sino que llegó respaldado por humildes sacerdotes que comprenden el barro del camino y sienten el dolor de aquellos a quienes guían. Su papado no se limitó a ser una figura religiosa; fue un acto de valentía política, una voz disonante que desafió las instituciones más arraigadas dentro del Vaticano, sacudiendo las estructuras que durante siglos habían permanecido en silencio y opacidad.
Desde su primer acto como Papa, renunciando a los tradicionales zapatos rojos y optando por vivir en la Casa de Santa Marta, el Papa Francisco nos presentó un mensaje claro, aunque silencioso: «Soy como tú». Este simple gesto fue suficiente para que el mundo comenzara a escuchar su voz. Francisco no se dirigió a nosotros desde la distancia de un trono, sino desde los lugares del sufrimiento: habló en nombre de los trabajadores empobrecidos, los migrantes olvidados, así como de las víctimas de abuso. Su voz se alzó por ellos y para ellos.
El Papa Francisco tuvo el valor de afrontar de frente los pecados que otros preferían ocultar. Su pontificado estuvo marcado por una honestidad dolorosa respecto al horror del abuso sexual dentro de la Iglesia. Se sintió obligado a responsabilizar a un cardenal y enfrentó la vergüenza institucional que había permitido la perpetuación del silencio y la protección de los depredadores. En Chile, tras defender erróneamente a un obispo acusado de encubrimiento, se disculpó públicamente, aceptó sus errores y pidió la renuncia de todo el episcopado chileno. Este gesto no solo fue un acto administrativo, sino un acto profundamente humano y significativo.
Sin embargo, la revolución de Francisco no se detuvo ahí. Abrió las puertas del Vaticano al mundo que otros intentaban mantener a distancia. Habló con empatía y claridad sobre la comunidad LGBTQ+, proclamando que eran hijos de Dios y merecían tener una familia. Aunque no se modificaron las doctrinas matrimoniales, sí contribuyó a la protección legal de las parejas del mismo sexo y desafió siglos de condena con una pregunta sencilla pero poderosa: «¿A quién estoy juzgando?» Esta pregunta resonó con fuerza en una iglesia que a menudo había optado por señalar y condenar.
Además, Francisco defendió los derechos de las mujeres, aunque sin cruzar ciertos límites establecidos por la tradición. Aunque cerró la puerta al sacerdocio femenino, no dejó de elevar su voz en defensa de la dignidad y el liderazgo de las mujeres en la sociedad. Afirmó que «una comunidad que no permite que las mujeres desempeñen un papel significativo no puede funcionar», sentando así las bases para una transformación más profunda en el futuro, que quizás otras generaciones de papas deberán continuar. Su habilidad para abrir el corazón de la iglesia sin desmantelar toda la estructura fue un delicado equilibrio que denota una alta complejidad en la política espiritual.
En América Latina, su presencia fue recibida con alivio y advertencias. Francisco conocía de primera mano la pobreza, la desigualdad y la violencia que azotan a muchos países de la región. Fue el primer Papa que no solo hablaba nuestro idioma, sino que también entendía nuestras heridas. En un continente donde religión y desesperanza coexisten diariamente, envió mensajes de ternura y justicia social, criticando directamente el capitalismo desenfrenado, la indiferencia de los poderosos y el olvido de los políticos hacia sus propias naciones.
No era el papa perfecto; su legado, como el de todo ser humano, es contradictorio. Hubo momentos en que dudó cuando se esperaba convicción, y cerró puertas donde se anhelaba que se abrieran. Pero nunca ocultó sus propias insuficiencias. En el Vaticano, un lugar donde el poder se ha confundido con el orgullo, Francisco mostró que el Papa puede ser vulnerable, errar y angustiarse junto a las víctimas, ofreciendo disculpas. Nos enseñó que la verdadera santidad no reside en la perfección, sino en la compasión sincera.
Si bien su pontificado no logró alterar todas las estructuras de la Iglesia, sí provocó un cambio en cómo se percibe a ésta. Nos recordó que la fe no debe limitarse a un ritual de fin de semana, sino que debe ser un conjunto de actos significativos; no puede ser mera doctrina, sino un cálido abrazo. Si la Iglesia aspira a continuar con vida y relevancia, debe regresar al evangelio en su forma más pura: misericordia, bondad y perdón.
La historia no recordará a Francisco por los documentos que firmó o por las reformas canónicas que estableció. Será recordado por haber sacudido al Vaticano con una simple palabra: amor. Un amor que no juzga, que no señala, que no excluye. Un amor que, al igual que él, se arrodilla, se ensucia las manos y sigue adelante.
Y eso, en un mundo que llora pero no escucha, que predica pero no abraza, fue su verdadero milagro.
Xg